miércoles, 7 de octubre de 2009

FLOR DEL IRUPÉ


En las fértiles regiones del Alto Paraná, en las tierras cálidas cercanas a las imponentes cataratas del Iguazú, puede verse en cierta época del año, flotando majestuosa sobre la quieta superficie de las aguas, a una flor magnífica, de los colores de la pureza y del corazón; blanco y rojo, exhalando su perfume de exquisita fragancia: es la flor del irupé; flor nacida del arrepentimiento y del amor, según cuenta una vieja leyenda misionera.
Morotí era la más hermosa doncella de que se tuviera recuerdo, por la que suspiraban todos los jóvenes mancebos de la tribu. Y Pitá era el más valiente, el más fuerte, el más audaz de los apuestos guerreros que requerían su mano.
Ambos jóvenes se amaban. Pitá quería a Morotí con un amor sumiso y complaciente, en que se dejaba ver toda la potencia de su alma bravía, Morotí dominaba a Pitá con mil caprichos y coqueterías, complacida en saberse dueña de la voluntad del gigantesco indio. Así las cosas, una tarde, a la hora del crepúsculo. Morotí y Pitá paseaban en compañía de otros jóvenes por las rientes orillas del gran río.
Y fue entonces que Ñandé Yara, el Gran Espíritu, resolvió castigar para siempre a la coqueta joven inspirándole una desgraciada idea. Morotí quiso demostrar ante sus amigos, la magnitud de su dominio y la sumisión de su novio, y para lograrlo, se quito la hermosa pulsera que adornaba su brazo, y la arrojó con gesto soberano a la profundidad de las oscuras aguas. Luego, volviéndose a Pitá, le dijo: _ Tráeme ese brazalete. Pitá no se hizo rogar. Como buen guerrero Guaraní, era un diestro nadador, capaz de las mayores proezas: zambullirse y recobrar el brazalete, sabiendo el lugar donde había caído, seria para él obra de un instante, un verdadero juego, y como juego lo tomó, lanzándose sin vacilar a las aguas.
Durante algunos minutos, Morotí saboreó su triunfo, pavoneándose ante sus amigos. Pero el tiempo pasaba y Pitá no aparecía. Primero se pintó una leve inquietud en sus semblantes, pero, poco a poco, el terror se posesionó de sus espíritus, y comenzaron a llamar a grandes gritos, desesperadamente, al desaparecido guerrero. Esfuerzo inútil, pues Pitá no volvió a la superficie. Morotí se debatía presa del dolor y el remordimiento: por tonta su vanidad, había perdido para siempre al adorado de su corazón, conducido a la muerte en aras de su capricho. A medida que pasaba el tiempo, Morotí se convencía que Pitá era retenido bajo las aguas por alguna fuerza oculta, por I Cuñá Payé, La hechicera del río, que seguramente lo habría conducido prisionero a su palacio. La infeliz muchacha guaraní se representaba mentalmente la escena: el gran palacio de la hechicera, que según la tradición estaba construido todo de oro y piedras preciosas, y, en una gran sala, a Pitá seducido por la bruja de las aguas, tan vívida era su visión, que Morotí no vaciló más y tomó una resolución heroica: ya que el guerrero se había perdido por su culpa, ella iría a rescatarlo. Si tenía éxito, borraría así su culpa; si ella caía también en el poder de I Cuñá Payé podría al menos reunirse con su amado y sufrir, y morir junto a él en expiación de su delito. Y antes que sus acompañantes pudieran intentar impedírselo, la arrepentida doncella, loca de amor y coraje, corrió hacia la orilla y se lanzó a las oscuras aguas, que parecieron recogerla en un fatídico abrazo.
Toda la tribu se reunió en el lugar del hecho, y el gran hechicero de la tribu exorcizó las aguas para ayudar a vencer a las fuerzas misteriosas de su seno. Pero se pasó la noche, llegó el día siguiente, y los enamorados no regresaron a la superficie. El desaliento cundía entre ellos, y ya el hechicero se declaraba vencido, cuando de pronto, ante sus asombrados ojos, se elevó a la superficie una magnifica, inmensa flor, una especie totalmente nueva. Era una flor rara, tan hermosa como jamás había visto. Los pétalos del centro eran blancos, como la pureza de la joven y bella niña guaraní, y los del borde color rojo, como la ardiente sangre que circulaba por las venas del valiente Pitá. La flor se abrió como en un suspiro, y luego volvió a sumergirse, desapareciendo de su vista. Sin saber cómo, todos comprendieron de inmediato, que acababan de asistir a un milagro; que esa flor era la encarnación simbólica de las almas de los dos enamorados, y, que para siempre, en adelante, su hermosa generación recordaría a las generaciones futuras, la abnegada expiación de Morotí y la bravura y entereza de Pitá.

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